10 maneras en que los números engañan a los consumidores
ENTRA a Starbucks y ve dos ofertas de café. La primera promete 33% extra
de café. La segunda, una rebaja de 33% en el precio del café. ¿Cuál es
la mejor oferta?
“¡Ambas son iguales!”, dirá, si es como los estudiantes que participaron
en un nuevo estudio de mercado publicado en el Journal of Marketing. Y
estaría equivocado. Las ofertas aparentan ser equivalentes, pero un
descuento de 33% es equivalente a un aumento de 50% en cantidad. Ahora a
las matemáticas: digamos que el café regular vale $1 por tres cuartos
($0,33 por cuarto). La primera oferta te da cuatro cuartos por $1 ($0,25
por cuarto) y la segunda te da tres cuartos por 66 centavos ($0,22 por
cuarto). El resultado: recibir algo extra “gratis” se siente mejor que
lo mismo pero pagando menos. Las aplicaciones de este simple hecho son
enormes. ¿Vender cereal? No me hables del descuento. ¡Dime qué tan
grande es la caja! ¿Vender un auto? Sáltate la conversación de los
kilómetros por litro. Háblame sobre los kilómetros extra.
Existen dos amplias razones de por qué este tipo de trucos funcionan.
Primero: los consumidores no tienen idea de lo que las cosas deberían
costar, así que confiamos en las partes de nuestro cerebro que no son
estrictamente cuantitativas. Segundo: aunque los humanos gastan en
dinero (dólares o pesos) numerado, tomamos decisiones basados en pistas y
pensando a media capacidad esa cantidad sin calcular.
Aquí hay otras 9 maneras en que los consumidores son malos en
matemáticas, con la asistencia del historiador y autor William
Poundstone.
Somos influenciados enormemente por el primer número
Entra a una tienda muy elegante y ve una cartera que vale $ 2 millones.
“¡Aha, eso es tan estúpido!”, le dice a su acompañante. Después ve un
increíble reloj por $ 500 mil. Comparado con un Timex, es exageradamente
caro. Pero frente al precio de $ 2 millones que acaba de poner en su
memoria, es una ganga. De esta manera, las tiendas pueden masajear o
“anclar” tus expectativas de gastos.
Nos aterran los extremos
No nos gusta sentirnos tacaños, pero tampoco engañados. Ya que no
estamos seguros de cuánto realmente valen las cosas, nos alejamos de
precios que aparentan ser muy altos o muy bajos. Las tiendas pueden usar
nuestros prejuicios hacia la moderación en nuestra contra.
Aquí hay una gran historia. A un grupo de personas se les ofreció dos
tipos de cerveza: una premium por $ 2.500 y una en oferta por $ 1.800.
Alrededor del 80% de las personas eligió la más cara. Luego, una tercera
cerveza fue presentada, en una súper oferta por $ 1.600. El 80% compró
la cerveza de $ 1.800 y el resto la de $ 2.500. Nadie optó por la más
barata.
En un tercer intento, sacaron la cerveza de $ 1.600 y la reemplazaron
por una súper premium por $ 3.400. La mayoría de las personas eligió la
cerveza de $ 2.500, un reducido número optó por la de $ 1.800 y
alrededor del 10% eligió la cerveza más cara de $ 3.400.
Estamos todos enamorados de las historias
En su libro Priceless, William Poundstone explica qué pasó cuando
Williams-Sonoma añadió una máquina para hacer pan con un precio de $ 214
mil al lado de su modelo de $ 140 mil. Las ventas del modelo más barato
aumentaron al doble y prácticamente nadie compró la máquina de $ 214
mil. Lección: si no puede vender un producto, intente poner algo casi
idéntico pero dos veces más caro al lado de éste. Hará ver al primer
producto como una ganga que tiene que tener. Una explicación es que a la
gente le gustan las historias o las justificaciones. Ya que es
terriblemente difícil saber el verdadero valor de las cosas, necesitamos
historias para explicarnos a nosotros mismos nuestras decisiones. La
diferencia de precio nos da una historia y una motivación: la máquina
para hacer pan de $ 140 mil era como 40% más barata que el otro modelo,
¡aprovechamos una gran oferta! Buena historia.
Hacemos lo que nos ordenan
A los economistas especializados en comportamiento les encanta
experimentar en las escuelas, donde han encontrado que alumbrar las
frutas y poner una barra de ensaladas en el camino hacia los dulces hace
que los niños coman más frutas y ensaladas. Pero los adultos son
igualmente susceptibles a estos simples juegos. Astutos restoranes, por
ejemplo, diseñan sus menús para llevar los ojos a los ítems que más
entregan utilidad con cosas tan simples como fotos y cajas. Una buena
regla de oro: si ve un plato en el menú que está sobresaltado o junto a
uno realmente caro, probablemente ese producto entrega un alto margen al
restorán y éste espera que lo vea y considere.
Dejamos que nuestras emociones nos dominen
En un brillante experimento del libro de Poundstone, a los voluntarios
se les ofreció dinero en montos variables: mientras unos recibieron 10
dólares, a otros se les entregó solo un dólar. En los que se sintieron
perjudicados, se les activó el corteza insular, zona del cerebro que se
enciende ante estímulos como el dolor y los olores fuertes. Es decir,
cuando creemos que nos están estafando, literalmente sentimos asco. Aun
cuando sea una buena oferta. Poundstone compara esto con la experiencia
del minibar. Es tarde, tiene hambre, hay unos Snickers justo ahí, pero
está tan disgustado por el precio, que prefiere pasar hambre para evitar
la sensación de sentirse estafado.
Nos hacemos más tontos con el alcohol, el tiempo y las decisiones
Cuando es joven y está ebrio en un bar, es probable que haga cosas
estúpidas con extraños. “¿Estoy analizando completamente esta situación
romántica?”. Es una pregunta difícil de responder después de siete copas
de vino, así que es más probable que nos preguntemos algo más simple:
“¿es él/ella linda?”. Cuando estamos ebrios, estresados, cansados o
distraídos, es más probable que nos preguntemos cosas simples sobre
comprar cosas. Dulces baratos y goma de mascar están localizados en las
cajas de las tiendas, porque es ahí donde es más probable que los
compradores exhaustos se consientan sin prestar atención al precio.
Almuerzos con alcohol son buenos para hacer tratos, porque estrecha el
rango de los factores complicados que podemos tener en nuestras cabezas
al mismo tiempo.
Nos duelen los costos de transacción
En una columna de finanzas personales, Megan McArdle implora a sus
lectores que se deshagan de sus pagos recurrentes, como membresías de
gimnasios o suscripciones a periódicos que no usan. “No compre cosas que
no consume”, parece un consejo bastante obvio, pero Megan tiene un
punto muy bueno. Somos atraídos a suscripciones o membresías porque
buscamos evitar los costos de transacción. Preferimos pagar un poco más
que sufrir el dolor sicológico de sacar nuestra billetera y mirar cómo
nuestro dinero se va en cada ida al gimnasio.
Estamos obsesionados con el número 9
Hasta el 65% de todos los precios del comercio terminan en el número
nueve. ¿Por qué? Todos saben que $ 20 mil y $ 19.990 son lo mismo. Pero
el número nueve nos dice algo simple: esto tiene descuento. Esto es
barato. A esto le pusieron un precio porque alguien sabe que te gustan
las cosas con descuento y baratas. En otras palabras, el nueve ha
trascendido el estatus de precio encantador para convertirse en un cable
de entendimiento silencioso entre el comprador y el vendedor sobre que
un producto tiene un precio competitivo y justo. Poner un nueve en un
plato de mariscos en un restorán lujoso es ridículo. Nadie que gasta $
85.000 en langosta está buscando un descuento. Pero la persona que
compra ropa interior sí lo está. La investigación ha mostrado, una y
otra vez, que es más probable que este consumidor compre un producto que
termina en nueve. Recuerde: comprar es un juego de atención. Los
consumidores no están solo buscando productos, también pistas para
encontrar productos que valgan la pena comprar.
Nos sentimos obligados por un fuerte sentido de rectitud
Ya he explicado cómo nuestro cerebro se muestra diferente enfrentado a
una buena oferta o a una estafa. El cerebro del comprador está motivado
por un sentido de rectitud. Un experimento del economista Dan Ariely nos
muestra esto de forma increíble. Ariely fingió que él iba a una
presentación de poesía. Le dijo a un grupo de estudiantes que los
tickets costaban dinero, pero que se les regalarían los boletos. A otro
grupo se le dijo que se pagaría por asistir. El primer grupo estaba
ansioso, creyendo que obtendrían gratis algo de valor. El segundo grupo,
en su mayoría, declinó la invitación, pensando que se les estaba
obligando a ser voluntarios sin compensación.
¿Cuanto vale una presentación de poesía de un economista especialista de
comportamiento? Los estudiantes no tenían idea. Ese es el punto. Yo
tampoco lo sé. Ese también es el punto. ¿Cuánto “vale” una camisa? ¿Cuál
es el “valor” de una taza de café? ¿Cuál es el “valor” de una póliza de
seguro de vida? ¡Quién sabe! La mayoría de nosotros no lo sabe. Y como
resultado, el cerebro del comprador usa solo lo que tiene a mano:
señales visuales, emociones gatilladas, comparaciones y el sentido de la
buena oferta versus una estafa. No somos estúpidos. Solo susceptibles.
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