Quiero ser miniempresario, tronco
Podemos imaginar a ese joven burgués del siglo XIX dirigiéndose con
temor, casi reverencial, a su progenitor: «Padre, deseo ser
comerciante». A continuación, éste, con el Código de Sáinz de Andino o
con el recién estrenado Código de Comercio de 1885 sobre la mesa, le
daría la bienvenida a ese mundo apasionante, accesible entonces sólo
para unos pocos y lleno de riesgo y ventura, un medio de vida al que
entregarse y, por qué no, apto para alcanzar superiores niveles de
bienestar material y realización personal.
Si desplazamos nuestra mirada a mediados del siglo XX, podríamos
entrever una situación menos rígida pero similar: «Papá, quiero ser
empresario». El padre, con las páginas del Boletín Oficial del Estado
aún frescas, contemplando la Ley de Sociedades Anónimas de 1951,
proporcionaría su plácet, sin dejar de vislumbrar el posible éxito del
proyecto filial y su carácter duradero, y un instrumento para la odisea
de «hacerse a sí mismo», envuelto de sacrificio y aleatoriedad.
Por último, si de las brumas del pasado regresamos al siglo XXI, la
conversación entre hijo o hija y padre o madre podría ser ésta:
«tronco/tronca, quiero ser miniempresario/miniempresaria».
Hemos transitado del comercio y el comerciante a la empresa y al
empresario, y de ahí al emprendedor y a la cultura del emprendimiento,
con el apéndice de la miniempresa.
La verdad es que nos sentíamos cómodos con los conceptos de empresa y
empresario, tomando como referencia, por ejemplo, la definición del
Profesor Uría: es empresario «la persona física o jurídica que por sí o
por medio de delegados ejercita y desarrolla en nombre propio una
actividad en el mercado constitutiva de empresa, adquiriendo la
titularidad de las obligaciones y derechos nacidos de esa actividad».
La Ley de Apoyo a los Emprendedores y su Internacionalización trae el
nuevo concepto de miniempresa —o empresa de estudiantes—, confirmando la
plena vigencia de la célebre frase de Kirchmann: «tres palabras
rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura».
No parece que el recorrido de la miniempresa vaya a ser muy largo ni que
este nuevo instrumento vaya a incidir sustancialmente en la rebaja del
déficit público y la deuda pública, o en la de la tasa de desempleo, ni
que coadyuve al crecimiento del PIB. Pero está ante nosotros, en una
norma legal pendiente de desarrollo reglamentario y por eso, y porque
desfigura conceptos centenarios de nuestra tradición mercantil, merece
que le dediquemos cierta atención.
La miniempresa, que en el preámbulo de la ley se describe como «como
herramienta pedagógica», parece entroncar con los propósitos reformistas
que pretenden incidir en la denominada «educación para el
emprendimiento» (artículos4 a6). Los estudiantes podrán realizar a
través de ella transacciones reales, dando esquinazo a un elemento tan
esencial como inescindible de la empresa: el riesgo.
La miniempresa servirá a los estudiantes, por lo que, en coherencia con
los artículos 4 y 5 de la ley, podría abarcar desde la educación
primaria hasta la universitaria, pasando por la formación profesional.
Obviamente, este amplio espectro de edades obligaría a diferenciar según
la menor o mayor edad de los estudiantes, o por la circunstancia de que
estos ostentaran capacidad de obrar o no.
Este instrumento pedagógico se creará por una organización promotora,
que se presume que habrán de ser los centros educativos o
universitarios, y se sujetará a control público, pues será necesaria la
inscripción en el registro que se habilite al efecto. Una empresa
privada supervisada por lo público casa mal con la independencia
empresarial, pero es evidente que los futuros empresarios deben estar
aleccionados desde la edad más tierna para comprender la realidad.
La miniempresa no es un juego, pues tras la inscripción registral podrá
realizar transacciones económicas y monetarias, emitir facturas y abrir
cuentas bancarias. Reglamentariamente se establecerán los modelos que
faciliten el cumplimiento de sus obligaciones tributarias y contables.
Su duración será de un curso escolar, prorrogable a un máximo de dos
cursos escolares, debiendo liquidarse al final del año escolar,
presentando un acta de liquidación y disolución.
La organización promotora suscribirá un seguro de responsabilidad civil u
otra garantía equivalente, cubriendo la actividad desarrollada frente a
terceros, e incluso liberando de responsabilidad a los representantes
legales de los menores por sus actos y omisiones.
La mera mención a obligaciones tributarias y contables y a transacciones
bancarias, aunque sean básicas, muestra la complejidad que puede
alcanzar la actividad de estas entidades. ¿Qué forma societaria
adoptarán? ¿Cuáles serán sus fondos propios y quién los aportará? ¿Cómo
se administrará la entidad? ¿Con qué recursos se nutrirán las cuentas
bancarias? ¿Qué bienes y servicios se ofertarán? ¿Quién se «atreverá» a
contratar con estas entidades? ¿Y si se causan daños a los consumidores?
¿El estudiante que preste un servicio por cuenta de la empresa será un
trabajador? Si se generan beneficios, ¿dónde irán las ganancias? ¿Y las
pérdidas? ¿Y las cuotas de liquidación? Son muchas las cuestiones a
dilucidar, y acaso éstas sean las más simples.
No discutiremos si la miniempresa es un instrumento que venía siendo
demandado por la sociedad o si entre las prioridades educativas más
perentorias figura que un joven sepa qué es una empresa, su génesis,
vida y muerte, con preterición de otras materias.
De lo que si estamos convencidos es de que no se puede desligar a la
empresa del riesgo, luego la primera lección ya estará mal enseñada y
peor aprendida por los alumnos: no hay empresa ni beneficio sin riesgo.
Tampoco hay empresa sin ambición, palabra en franca decadencia que, por
supuesto, no aparece en el texto de la ley ni tiene muy buena acogida en
nuestros días. El Comité Económico y Social Europeo dictaminó en 2010
que «hay que promover la ambición y valorar el significado de la
creatividad y el espíritu empresarial, sin confundirla con el negocio o
la generación de beneficios», lección que parece que tampoco se enseñará
a nuestros «jóvenes empresarios en formación».
Para que se propague la «cultura del emprendimiento» y la ciudadanía sea
proclive al fomento de la actividad empresarial han de darse una serie
de condicionantes muy específicos, que por tradición e Historia no han
calado entre nosotros. No es ocioso recordar, una vez más, las
enseñanzas de Acemoglu y Robinson. Una muestra palmaria es que las
palabras entrepreneur (emprendedor) y entrepreneurship (emprendimiento),
originarias del siglo XVIII, no han sido recibidas en España hasta hace
apenas unos años.
Como señaló Max Weber, el «espíritu del capitalismo» prendió
especialmente en el protestantismo calvinista, aunando la limitación del
consumo y la liberación del afán de lucro, con el lógico resultado de
la formación de capital mediante el imperativo ascético de ahorrar. Las
trabas que se oponían al consumo de lo ganado coadyuvaron a la
utilización productiva como inversión de capital, emergiendo con fuerza
las clases medias tras la maduración de este proceso.
Entretanto, aquí seguíamos apegados a criterios fisiocráticos, quizá por
la estrecha vinculación con Francia, y de adscripción a grupos sociales
muy cerrados, lo que impidió nuestro ascenso a la champions league de
los Estados más desarrollados política, social y económicamente.
No creemos que la miniempresa sea capaz a corto plazo de cambiar una
tendencia histórica tan arraigada, ni que permita la consolidación de
una filosofía del emprendimiento. Además, correremos el riesgo de que
los miniempresarios y los miniempleados terminen aceptando los minijobs y
los minisueldos, lo que no hará sino ensanchar y perpetuar las
distancias entre los que más tienen y los que tienen menos.
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